Por:
José Sandoval Díaz, Director Centro de Estudios Ñuble.
La muerte de mi padre ha sido el hito más crítico en mi vida, conllevando un forzoso recorrido por las cinco etapas que todo duelo conlleva: i) negación, ii) enojo, iii) angustia, iv) aceptación y, por último y la más compleja de lograr: v) Aprendizajes. Si bien un terremoto devastador, presenta diferencias de impacto y escala exponencialmente distintos a la pérdida de un ser amado, en ambas situaciones, el despliegue de estrategias de afrontamiento nos deja aprendizajes ante potenciales escenarios de riesgo/crisis futura. En línea con esto, y a más de un año de la muerte de mi papa (y de casi 84 años del terremoto de 1939), dos preguntas son centrales: ¿Qué memoria (y olvidos) conservamos de estos eventos críticos?, y ¿Qué aprendizajes sacamos de estas experiencias?
En términos de exposición geográfica, Chile se encuentra en el cinturón de fuego del Pacífico, considerada la zona con mayor actividad sísmica global, siendo los terremotos una constante en nuestra historia nacional. A lo largo del tiempo, estos eventos han pasado a formar parte de nuestro “patrimonio”, quedando registrados en la memoria colectiva, y mantenida por medio de la tradición oral y arquitectónica. Esta realidad no es ajena a la ciudad de Chillán, la cual ha sido fundada cuatro veces en diferentes emplazamientos, tres gatillados por movimientos telúricos devastadores (1751, 1835 y 1939).
Por tanto, el ejercicio continuo de recuperación de esta “memoria colectiva intergeneracional” se puede considerar como una capacidad comunitaria central ante potenciales escenarios de riesgo de desastre, en tanto modo y medio para la (re)significación de las experiencias negativas y/o traumáticas, permitiendo dar cuenta no sólo de las (micro)historias locales de reconstrucción/recuperación, sino también como una instancia evaluativa de acciones exitosas y/o desadaptativas.
Bajo esta última premisa, una comunidad que se adapta a los riesgos naturales/antrópicos de su entorno (acompañado de reducción de la vulnerabilidad socioestructural), es considerada como resiliente. En esta línea, se ha reconocido a la memoria como una de las capacidades colectivas para mantener una alta percepción/aceptación de los riesgos ambientales. Relevar la memoria colectiva, conlleva no solo “reconstruir hechos”, sino también interrogarse sobre el pasado en vinculación directa con el presente y el futuro, en tanto realidad socionatural dinámica, mas aun bajo un contexto de cambio ambiental global en curso.
En definitiva, las memorias colectivas son esenciales para los sentidos subjetivos territoriales y personales, puesto que se convierten también en soporte de identidades situadas que fortalecen la cohesión social, los vínculos y el diálogo horizontal permanente, promoviendo además comportamientos proambientales y adaptativos ante nuevas situaciones críticas.
En Chile, recientemente se ha establecido el 22 de mayo como el Día Nacional de la Memoria y Educación sobre Desastres Socionaturales, reconociendo el rol de la educación formal en el desarrollo de acciones que promuevan la historia de los desastres, prevención y mitigación de sus efectos (Ley 21.454). No obstante, nos queda el reto de trasladar estas acciones educativas a los contextos identitarios locales (como los barrios), brindando una oportunidad para explorar dinámicas en el uso del espacio público para recordar y (re)visibilizar conocimientos, memoriales, prácticas y mecanismos adaptativos de afrontamiento cotidiano ante potenciales riesgos naturales.
Link: Diario la Discusión